Uno de los avances indiscutibles de lo que el presidente López Obrador llama “la pesadilla neoliberal” es el ejercicio de la transparencia.
La posibilidad de que los ciudadanos –marcadamente periodistas, académicos, investigadores– tengan acceso a la información de cómo y en qué se gasta el dinero público.
Gracias a la transparencia se sabe de los grandes escándalos de corrupción sobre los cuales estuvo basada una buena parte del discurso de campaña del candidato López Obrador.
El Presidente no solamente detesta a los llamados neoliberales, también detesta sus logros –innegables al igual que sus excesos y errores– y particularmente lo que tenga que ver con prácticas de gobierno abiertas, modernas y democráticas. De ahí que su mirada destructora desde un principio se dirigiera a todo lo que significara autonomía del gobierno, resta del poder al Presidente y procesos que obligan a la transparencia del quehacer gubernamental.
Se entiende que los presidentes prefieran la opacidad a la hora de que se revisen sus decisiones. Democráticos o no, los titulares de los gobiernos preferirían que las cosas fueran como antes, que no se supiera casi nada sobre la manera en que deciden, el dinero que involucra, la gente implicada en las decisiones y los resultados de éstas.
Pero que no les guste no implica que no deban ceñirse a los mandatos propios de una democracia moderna que obliga a la rendición de cuentas en el periodo del ejercicio de gobierno.
La transparencia y la rendición de cuentas deben permanecer independientemente de los pareceres del Presidente. Por eso se creó el INAI, para quitar la tentación presidencial de eliminar la transparencia y volver a la opacidad de negarse a ser evaluado seriamente, con datos, por la ciudadanía.
El Presidente ha dicho que mantener una estructura como la responsable de la transparencia es un gasto excesivo y que eso lo puede hacer el gobierno, concretamente la Secretaría de la Función Pública.
Es el miedo a ser evaluados, sí, pero más que eso es el pavor a ser exhibidos.